Hola. Estoy aquí. Llamo a tu puerta por lo menos una vez al mes. Tú me escuchas, acercas tu oreja a la puerta y, desde el otro lado, esperas en silencio a que decida marcharme de nuevo mientras te debates entre si puedes o no permitirte imaginar mi forma, mi apariencia, mi aspecto, pero, sobre todo, mi voz. Sabes lo que sientes por mí o, mejor dicho, lo que podrías llegar a sentir si te atrevieras a abrir esa puerta, pero has dedicado demasiado tiempo y esfuerzo a autoconvencerte de que no soy para ti, que no me mereces, y el simple hecho de acercar tu mano a ese pomo pondría en peligro tu bien más preciado actualmente: tu comodidad.
Llamo un día tras otro, a veces con fuerza, a veces con cierta desgana. Pero sigo ahí. Y lo único que te permite ignorarme con ligero desdén es la certeza de que, aunque me marche, acabaré por volver tarde o temprano. Sabes que puedes aplazar nuestro encuentro indefinidamente porque yo permaneceré persistente, tenaz e inapelable al otro lado de la puerta, como llevo haciendo desde hace años. Sin embargo, cada vez más, empiezas a sospechar que el tiempo y la espera puedan acabar agotando mi paciencia o, peor aún, mi vida.
Sabes tan bien como yo que jamás te perdonarías que tu vida o la mía llegasen a su fin sin habernos encontrado. Últimamente el temor a que ese encuentro no se produzca ha alterado tu mundo, tu existencia. Te habías acostumbrado a vivir con la seguridad de que nuestros caminos se iban a cruzar de algún modo u otro, sin necesidad de hacer nada que lo provocase. Hoy por fin empiezas a entender que la única opción que tenemos está en tus manos.
Yo pienso seguir llamando, sí, pero no será hasta que tú decidas abrir la puerta que podremos enfrentarnos mutuamente para dejar de formar parte de una fantasía platónica e ingenua y empezar a comprobar si encajamos de verdad. Mientras tanto, sigo esperando...
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