jueves, 27 de diciembre de 2012

con el culo al aire




 
Hay ridículos y ridículos. Los hay graciosos y los hay dolorosos. Unos son a propósito, otros sin intención alguna y existe aun otro tipo que, lamentablemente, suele ser el más común: el ridículo fruto de una mala decisión. Ese que se produce cuando te armas de valor para dar un paso importante en el que se pone en juego tu imagen pública y justo después descubres que no era buena idea, pero ya es demasiado tarde. El ridículo y el orgullo son como dos hermanos mal avenidos que no pueden estar en la misma habitación.

Lo maravilloso del ridículo es que es universal. Él no entiende ni de razas, ni de clases sociales, ni de géneros. Es el arma igualadora por excelencia. No podemos saber qué sienten exactamente los demás cuando están enamorados. Tampoco cuando están enfadados o tristes. Pero todos compartimos la sensación de ridículo, tan humana como inexplicable. La razón de ello sea probablemente que el ridículo no es más que el resultado de poner en evidencia algo que forma parte de nuestra intimidad. El ridículo es un choque entre la imagen que pretendemos ofrecer al mundo y la realidad de lo que somos. Vive entre las grietas incontrolables del escudo que todos llevamos puesto. No queremos que salga a la luz porque entonces desmontaría a su hermano orgulloso y nos dejaría, hablando en plata, con el culo al aire. Porque, no nos engañemos, la palabra ridículo solo significa una cosa: reírse del culo ajeno.

(nota: muy curioso resultado al poner ridículo en el buscador de imágenes de google)

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