Me gusta el Imperativo. El Imperativo te empuja, no atiende a razones, no duda, no titubea. El Imperativo es el mandón de los verbos, el que corta el bacalao. Cuando el Pretérito Imperfecto se queda colgado, nostálgico, en un ayer lejano, ahí está el Imperativo para devolverle a la realidad y hacerle reaccionar. Él tiene las cosas claras y eso le da poder incluso frente al Presente Simple, cuyo apellido habla por sí solo: el presente simplemente es, y con eso se conforma. El Imperativo, en cambio, es ambicioso, le pide algo a la realidad, persigue el cambio, es un rebelde. A menudo, los de la familia del Subjuntivo, siempre inseguros, le miran con admiración, le envidian…ojalá pudieran o pudiesen ser como él. Pero ahí se quedan, condenados a una vida hipotética (palabra, por cierto, que siempre me hace pensar en una hipoteca patética, otra de esas ironías del lenguaje).
Y mientras el Futuro juega con el Condicional a hacer predicciones, pronósticos y cálculos de probabilidades, el Imperativo se atreve a prohibir y ordenar, de tú a tú, sin intermediarios, sin cortesía y, por supuesto, sin vergüenza. Imperativo, eres un valiente! Como tú quedan pocos.
Ahora ven, saluda, sonríe y cierra la puerta al salir.
Y mientras el Futuro juega con el Condicional a hacer predicciones, pronósticos y cálculos de probabilidades, el Imperativo se atreve a prohibir y ordenar, de tú a tú, sin intermediarios, sin cortesía y, por supuesto, sin vergüenza. Imperativo, eres un valiente! Como tú quedan pocos.
Ahora ven, saluda, sonríe y cierra la puerta al salir.